Hace un tiempo corto, finales de los 90 y gran parte de este milenio, entrar a Betatonio y ver los estantes en hileras llenos de películas sobre el tapete azul, equivalía a la misma satisfacción de caminar hoy en día por los pisos oscuros de las discotecas buscando de primeras licor.
Eran las épocas en las que todo lo veía grande, sobrevalorando sucesos de la ficción y asegurando a grito entero que eran las cosas que en realidad veia. Tal como sucedió con la moneda de quinientos pesos por ejemplo, que cuando recién salió en circulación prometí a mi misma y a mis amigas del colegio que nos ibamos a escapar a comprarnos muchas cosas en el Andino con una de esas cada una.
Las películas de miedo, las que más me gustaba ver, eran ritual de los viernes o sábados en la noche. Cuando no eran películas ni en cine ni en casa, era también parte el ritual jugar tiro al blanco con escopetas o montarme en los carros chocones en la zona de diversiones del centro Andino. A los dos planes mi papá iba vestido con ropa de oficina, y una sonrisa que dejaba escapar de a poquitos, creo yo en estos momentos, para no quitarse demasiada autoridad de encima.
Las noches eran muy cortas y muy oscuras. Eso segundo, la oscuridad, era un escenario delimitado por rejas en el que yo quedaba por dentro y estas no se abrían a menos que entendiera que la cinta que se introducía al Betamax era tan solo eso, una cinta. Pero nunca lo comprendí.
El exorcista III hizo que por primera vez en mi vida volteara a mirar por encima de mi hombro a los muebles o a la puerta con la convicción de que aparte de mi familia algo más nos acompañaba y que los anuncios iniciales antes de que la película empezara, como Kyron Video o Cinevideo, eran también parte de esa atroz realidad.
Luego, el inspector Kinderman frente a frente con ese tipo apático, portador de mensajes, y señales, en un centro psiquiátrico. Los diálogos eternos o que yo hacía eternos porque los segundos en la cabeza de los niños pasan más lento dentro de las rejas. El silencio, la paciencia, mi papá. No habían gritos ni soluciones. No recuerdo si era la última película de la noche o apenas la primera. Alguien de repente degolló a una enfermera, un zoom in rápido y la escena desapareció como si nada. Luego un busto de un ángel sin cabeza....Zoom out. La noche muy oscura. De ahí no podía escapar. Mis hermanos dormian, mi mamá cabeceaba. El computador estaba tapado con un forro gris, como muerto, no era compañía como lo son nuestros celulares hoy día y solo lo prendia. El era solo una máquina que cumplia la función de poner a andar los juegos que me hacían feliz. Yo sola con esos demonios.
Fueron más noches como esa con diferentes matices. Freddy Krueger me hacía dormir en las sagas de Nightmare on ELM Street; supe entonces que la oscuridad era mejor vivirla que huir de ella sin éxito. No solo se alargaba la película, sino también las extemidades de Freddy. Un mapa que alguien miró dentro de un carro se multiplicó y luego el muchacho despertó. Yo di esos mismos saltos, de esos que se dan cuando uno se despierta luego de haber experimentado un segundo de sueño intenso. Esas películas fueron en resumidas cuentas lo que quise que fuera la realidad.
Hoy en día con unos ojos a los que les quedé debiendo más oscuridades como esa, me pregunto si la mente de los niños de hoy en día funciona con estímulos diferentes, que si en realidad tienen fuerzas internas que los obligan a permanecer en el escenario enrejado de la oscuridad con los remakes de directores como Samuel Bayer. Creo que hoy día no se asustan como nos asustamos nosotros por el simple hecho de que saben que un grito es solo un grito y que a unos pasos del televisor está su smartphone sonando cada vez que les comentan en Facebook. ¿Se interpelan más allá de un miedo motivado por estímulos visuales?
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