Hoy mientras tomaba el sol en un
andén leyendo un reportaje de Gay Talese sobre Joe Louis, le regalé chocolate
blanco a unas hormigas. Desde que soy chiquita me encanta observar cómo agarran
objetos para llevárselos. Las que más me gustaba mirar eran las rojas
pequeñitas en hotel Almirante en Cafam Melgar. Salía de la piscina y me iba a los
árboles de mangos para observar las travesías de hileras rojizas poniéndoles
obstáculos solo para ver cómo se desviaban y volvían a retomar su camino
trazado. Y luego vinieron los recuerdos de las hormigas rojas con negro, las
que solía ver en la finca, esas que picaban duro, y mi papá diciéndome que si
no las pisaba ellas me agradecerían llevándome a su reino.
En esos climas templados como los
de San Francisco, Cundinamarca, habitaban unas hormigas grandes, rojas y de
culo negro que viven muy escondidas en cajas. En esa cucheta que mi papá
construyó, más alta de lo normal para que la puerta se pudiera cerrar, ellas
aparecían en medio de la madrugada con pasos lentos pero imponentes. Yo prendía
el bombillo que estaba justo al lado de la almohada y con horror veía su color
rojo fuego que brillaba al calor de la luz.
Luego de aplastar algunas, con
temor y fobia, y no temiendo tanto por no ir a su reino, me bajaba de la
cucheta para ir a la sala, y en medio de esa oscuridad de grillos y de silencio
obligado, ojeaba por milésima vez las revistas Semana, en especial la del paso
a paso del operativo de la muerte de Escobar: “Cayó el capo”. La revista era un
acordeón debido al manoseo y humedad, y un par de insectos pegados en sus hojas
eran ya la decoración del relato de la persecución. La foto que más me quedaba
mirando del operativo de El bloque era una en que levantaban una compuerta de
un pasadizo secreto de una tienda de juguetes en Medellín.
Mi papá ya me había dicho muchas
veces que si mataba a una de esas hormigas sus compañeras se agruparían y me
perseguirían tristes, reclamándome mi acción. Pero en mi mente, solo podía padecer
el silencio de las hormigas como una amenaza. Padecer no poderlas escuchar
cuando se acercan, y sentir que las madrugadas en la finca eran solo un mundo
tirado en un andén donde me observaban las hormigas y otros espantos, y yo algo
asi como que una niña sin cuerdas vocales y sin tener a donde ir.
Siempre, luego de hablar con mi
padre de insectos o de la edad de las piedras de la finca, le volvía a
preguntar su edad sabiendo que me respondería lo mismo de siempre: "100
años", y me quedaba pensando en que quizá los padres de mis compañeras del
colegio habrían de tener 80 años o 70. Cuando se iba la luz en la noche, a la
luz de las velas, me contaba que los
sonidos leves que uno escucha cuando hay mucho silencio son voces humanas que se
quedan atrapadas en el tiempo. Otra vez me aseguró que de pequeño vio al diablo
en su casa en Pacho, Cundinamarca, enroscando su cola en el árbol de la mitad
del patio. O cuando me juró haber estado atrapado en una tumba unas horas y que
el trabajador del cementerio oyó sus gritos al cabo de horas.
Hoy miro a esas hormigas cargar
el chocolate blanco y pienso en él y en ese mundo de imaginación que me regaló
y en los libros que me dejó de la editorial Plaza y Janés en esa biblioteca que
construyó y que a ninguno de nosotros nos gustó porque las repisas eran
feas. No lo extraño porque lo veo en las
hormigas y en otras tantas cosas que
apenas se pueden ver.
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