jueves, 21 de julio de 2016

El es una hormiga




Hoy mientras tomaba el sol en un andén leyendo un reportaje de Gay Talese sobre Joe Louis, le regalé chocolate blanco a unas hormigas. Desde que soy chiquita me encanta observar cómo agarran objetos para llevárselos. Las que más me gustaba mirar eran las rojas pequeñitas en hotel Almirante en Cafam Melgar. Salía de la piscina y me iba a los árboles de mangos para observar las travesías de hileras rojizas poniéndoles obstáculos solo para ver cómo se desviaban y volvían a retomar su camino trazado. Y luego vinieron los recuerdos de las hormigas rojas con negro, las que solía ver en la finca, esas que picaban duro, y mi papá diciéndome que si no las pisaba ellas me agradecerían llevándome a su reino.

En esos climas templados como los de San Francisco, Cundinamarca, habitaban unas hormigas grandes, rojas y de culo negro que viven muy escondidas en cajas. En esa cucheta que mi papá construyó, más alta de lo normal para que la puerta se pudiera cerrar, ellas aparecían en medio de la madrugada con pasos lentos pero imponentes. Yo prendía el bombillo que estaba justo al lado de la almohada y con horror veía su color rojo fuego que brillaba al calor de la luz.

Luego de aplastar algunas, con temor y fobia, y no temiendo tanto por no ir a su reino, me bajaba de la cucheta para ir a la sala, y en medio de esa oscuridad de grillos y de silencio obligado, ojeaba por milésima vez las revistas Semana, en especial la del paso a paso del operativo de la muerte de Escobar: “Cayó el capo”. La revista era un acordeón debido al manoseo y humedad, y un par de insectos pegados en sus hojas eran ya la decoración del relato de la persecución. La foto que más me quedaba mirando del operativo de El bloque era una en que levantaban una compuerta de un pasadizo secreto de una tienda de juguetes en Medellín.

Mi papá ya me había dicho muchas veces que si mataba a una de esas hormigas sus compañeras se agruparían y me perseguirían tristes, reclamándome mi acción. Pero en mi mente, solo podía padecer el silencio de las hormigas como una amenaza. Padecer no poderlas escuchar cuando se acercan, y sentir que las madrugadas en la finca eran solo un mundo tirado en un andén donde me observaban las hormigas y otros espantos, y yo algo asi como que una niña sin cuerdas vocales y sin tener a donde ir.

Siempre, luego de hablar con mi padre de insectos o de la edad de las piedras de la finca, le volvía a preguntar su edad sabiendo que me respondería lo mismo de siempre: "100 años", y me quedaba pensando en que quizá los padres de mis compañeras del colegio habrían de tener 80 años o 70. Cuando se iba la luz en la noche, a la luz de las velas,  me contaba que los sonidos leves que uno escucha cuando hay mucho silencio son voces humanas que se quedan atrapadas en el tiempo. Otra vez me aseguró que de pequeño vio al diablo en su casa en Pacho, Cundinamarca, enroscando su cola en el árbol de la mitad del patio. O cuando me juró haber estado atrapado en una tumba unas horas y que el trabajador del cementerio oyó sus gritos al cabo de horas.

Hoy miro a esas hormigas cargar el chocolate blanco y pienso en él y en ese mundo de imaginación que me regaló y en los libros que me dejó de la editorial Plaza y Janés en esa biblioteca que construyó y que a ninguno de nosotros nos gustó porque las repisas eran feas.  No lo extraño porque lo veo en las hormigas y en otras tantas cosas  que apenas se pueden ver.

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